El libro de Génesis relata la historia cuando Dios instruyó a Abraham que dejara su país y comenzara un nuevo viaje para poseer una tierra que “fluye con leche y miel” – la Tierra Prometida. En el capítulo 15 de Génesis, las fronteras de esa tierra fueron directamente definidas como una extensión “desde Wadi de Egipto hasta el gran río Eufrates.”

El río Eufrates se origina en el este de Turquía y fluye a través de Siria e Iraq, uniéndose al Tigris en el río Shatt al-Arab, el cual desemboca en el Golfo Pérsico. Cairo en Egipto, está más ó menos a 375 millas de Jerusalén y el Eufrates queda como a 800 millas. La frontera actual de Israel se extiende por 263 millas de norte a sur, y su amplitud alcanza 71 millas como máximo y 9.3 millas en su punto más estrecho. Evidentemente, lo que llamamos hoy como Tierra Prometida es mucho más pequeño que el territorio que Dios le prometió a los patriarcas de Israel.

Siglos más tarde, el libro de Josué nos narra la conquista Judía de la Tierra Prometida. Después de huir de 400 años de esclavitud egipcia, y de vagar por el desierto por otros 40 años, los Israelitas se reunieron frente al Río Jordán, bajo el liderazgo de Josué, esperando su mudanza al territorio que Dios le había prometido a Abraham y sus descendientes.

El mensaje de Dios era claro: La tierra era para que ellos la poseyeran. Sin embargo, ellos tenían que hacer su parte y para ser exactos, debían poner pie en todo el territorio. Habría trabajo. Habría guerra. Su promesa nunca se cumpliría, al menos que ellos hicieran su parte.

El resultado de su temerosa resistencia es bien conocida en ámbitos judeocristianos y ampliamente explorados en sermones y escritos: El territorio actual conquistado no fue más que una fracción de lo que ellos habrían de recibir si hubiesen confiado en Dios y hubiesen hecho su parte.

El mismo concepto se repite a través de las escrituras: Muchas de las promesas de Dios son condicionales, requiriendo iniciativa de nuestra parte. Abraham no hubiese recibido sus promesas si se hubiese rehusado a dejar a Caldea. Más tarde en los evangelios, 10 leprosos no hubiesen sido sanados, si no hubiesen obedecido a las instrucciones de Jesús de reportarse ante el sacerdote. Ellos dejaron al maestro aún con sus cuerpos cubiertos de heridas. Al obedecer y confiar en el mandato de Jesús, la sanidad tomó lugar.

Hay tiempo para orar, tiempo para planear, y tiempo para actuar. Como los Israelitas, muchos de nosotros nunca recibiremos nuestras promesas porque hemos saturado nuestras vidas con palabras de fe, sólo para demostrar nuestro escepticismo con duda o falta de acción. El reconocido autor y pastor J.R. Miller lo llamaba “la sobre espera de incredulidad.”

Mientras escribía algunos pensamientos para el año nuevo hace varias semanas, un pensamiento sombrío cruzó mi mente. No quiero llegar al final de mi vida preguntándome que hubiese podido ser, si hubiese tomado un paso de fe, obedeciendo cada directiva de Dios sin importar lo aterrador o ilógico que pudiera parecer.

Ciertamente, a veces las directivas de Dios no tienen sentido para nada. Algunas veces El nos manda a mudarnos de un lugar cómodo y familiar. A veces nos lleva a territorios llenos de gigantes e idiomas desconocidos, con nada más que la promesa de que El guiará nuestros pasos y nos dará una nueva, y mejor tierra.

En esos momentos, como los Israelitas, con frecuencia dudamos porque nuestros ojos no pueden ver el alcance total del sueño de Dios para nosotros.

Pero debemos recordarnos a nosotros mismos que la fe sin acción no es fe. La fe verdadera sale de nuestros cantos de alabanzas y nuestro escuchar al predicador y se lanza a la acción. La fe verdadera sale de Caldea, entendiendo que la promesa tan sólo será cumplida si caminamos a lo largo y ancho de la tierra. La fe verdadera cree que Dios ya ha comenzado a obrar. Lo que necesitamos es conquistar y poseer.

Este artículo fue publicado en la columna de Patricia para The Atlanta Journal Constitution el 4 de Febrero de 2017.
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